viernes, 30 de septiembre de 2011

Capítulo I.

            En el reino de Möhr, todo era normal. Ahora me dirás: Define ‘normal’. Bien, pues te diré que Möhr no era un país pobre en absoluto. Pero, ¿qué pasa cuando un país es muy rico y está dirigido por un rey? Exacto. Mientras la reina, en este caso, nadaba en oro, más de la mitad de la población de Möhr daba gracias por poder nadar, pues, hasta el más mínimo detalle, estaba bajo el poder de la reina, Maira.

            Un momento, me estoy desviando demasiado del camino. Creo que debemos volver con Gabrielle.

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            Estaba tirada en el suelo boca arriba, y lo primero que vieron sus ojos al abrirse, fue un chico, no mucho mayor que ella, con el cabello muy rubio y ojos azules como el zafiro que la miraban entornados.

            -¡Dios, qué alivio! Ya pensaba que estabas muerta…

            Había algo raro en la forma de hablar de aquel chico. Le tendió una mano a Gabrielle, y la levantó con cuidado del frío suelo de mármol, pero se mareó y tuvo que sentarse sobre una caja de madera que formaba parte de una serie de pilas a su alrededor.

            - ¿Qué hago aquí?- preguntó Gabrielle.

            - La verdad es que no tengo ni idea, estaba descargando las fresas y me encontré contigo aquí tirada… Y como no sabía qué hacer, esperé a ver si te levantabas…

            Por el sol en lo alto del cielo, debía ser mediodía, pero ¿Cuánto tiempo llevaba allí?

-Cuando seas capaz de levantarte, dímelo para que pueda acompañarte a casa. ¿Dónde vives?

-¿Qué? No lo recuerdo…

Es verdad, ahora que se daba cuenta, no tenía ningún recuerdo de lo que había pasado. ¿Por qué estaba allí? ¿A qué se debía ese embotamiento en los sentidos que tenía?

            -Oye, creo que debería verte un médico... ¿Me acompañas? Por cierto, soy Tom, ¿tú?

            -No puedo recordarlo… Lo siento.

            Gabrielle, ayudada por Tom, se levantó despacio de la caja donde estaba sentada, se apoyó sobre su hombro, y comenzaron a caminar en dirección a la clínica, que estaba en el palacio, para entrar por la puerta que daba al exterior de la extraña sala. Entonces, al salir de detrás de la pila de cajas, y ver la camilla que reposaba en el centro de la habitación, empezó a recordar. Una subida de energía le recorrió de pies a cabeza, y se percató de lo que podía ocurrir si avanzaba más.

            -Tom, lo siento, otra vez.

            En un arrebato de fuerza, lo empujó contra la pared que se encontraba a su derecha con una potencia tan descomunal, que lo dejó sin sentido. Y, sin dudar, se dio la vuelta y echó a correr en dirección a la pila de cajas, ordenadas de tal manera que pudo usarlas como escaleras, y al llegar a la última, saltó por encima de la muralla dando una voltereta aérea y cayó rodando sobre el césped de los jardines reales, por donde había escalado la noche anterior.

            Toda la gente que se encontraba en ese momento en la calle, se paró atónita por lo que acababa de ver, pero duró poco, ya que unos guardias se acercaban en la distancia. No se lo pensó dos veces y siguió corriendo calle abajo, la ruta más corta para llegar a su casa. Y, tras sortear a toda la gente que transitaba la calle en ese momento, llegó a su destino. Empujó la puerta de la casa, entró, la cerró, y se dejó caer suspirando tranquila, cegada por la diferencia de la intensidad de la luz de la calle. Su casa estaba demasiado oscura.

            Se detuvo un momento a analizar lo que acababa de pasar. Vale, era fuerte porque trabajaba casi todos los días de la semana en el campo, pero de ahí, a hacer lo que había hecho hacía escasos minutos, había un buen trecho de diferencia.

            En el interior, todo estaba tal y como lo había dejado la mañana anterior: en la planta baja, la cocina, la mesita y las sillas, y el sillón, y suponía que la planta de arriba a la que se accedía por la mini escalera de caracol del fondo seguía igual. Al fondo de la cuadrada estancia y junto a la escalera, había un tapiz, no muy grande, sobre lo que parecía una línea temporal de la evolución del ser humano; en el principio del tapiz, comenzaba siendo una especie de animalito de cuatro patas, así hasta asemejarse cada vez más al hombre. Pero, justo cuando el dibujo era igual que un humano, la parte del tapiz parecía quemada, y se representaba de nuevo el pequeño animal de cuatro patas. El sistema se repetía, hasta llegar de nuevo al humano, aunque debajo de esa imagen, había una escritura que rezaba: ‘’Iguales. Aún así, diferentes-‘’ El tapiz terminaba ahí.

sábado, 24 de septiembre de 2011

Introducción.

Un llanto desgarrador quebró el silencio de aquella invernal noche en Möhr. Hacía ya mucho tiempo que no nacía nadie en aquellas tierras. Todo el mundo se daba cuenta, pero nadie se preguntaba el porqué.
Esa noche, como todas las demás, Gabrielle, la hija del cónsul de Möhr, volvía de una larga jornada en los campos de recolección, la principal fuente de riqueza del país. Era una chica de dieciséis años, no muy alta, delgada, y con un cabello castaño resplandeciente recogido en una coleta.
Se percató del llanto cuando subía por la calle principal hacia su casa. Venía del palacio. Se acercó a la muralla que rodeaba la infraestructura de seis pisos, que no medía más de dos metros, y la escaló sin reparos. Ya lo había hecho antes, la última vez que nació un bebé,  haría entonces cosa de tres o cuatro años.
Una vez hubo alcanzado la repisa de la muralla, se coló en el palacio dejándose caer detrás de unas cajas de fruta que acababan de descargar los proveedores del reino. Allí, agazapada entre las sombras, pudo observar y escuchar la escena.
-¡¿Pero es que no te das cuenta?! ¡Lo único que vamos a consegir es que lo maten!
Gabrielle escuchaba atentamente, un hombre de unos treinta años llorando, con su mujer al lado tumbada en la camilla donde ponen a las mujeres para dar a luz. La sala era muy extraña, estaba abierta por una parte, pero por la otra estaba techada y daba al interior del palacio, por lo que era relativamente fácil colarse.
Entonces, entre el llanto del hombre y de la mujer, pudo vislumbrar cómo el  niño, agarrado fuertemente por su madre, la miraba fijamente, y con horror, descubrió la marca turquesa de su cuello.
Súbitamente, una oleada de diferentes tonos de color azul invadió a Gabrielle.
Sus últimos segundos de conciencia, le permitieron escuchar el sonido de un montón de gente entrando en tropel a la sala gritando.
Ella no lo sabía, pero aquel niño acababa de darle un giro de 180 grados a su vida.

jueves, 8 de septiembre de 2011

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En serio, a veces creo que soy subnormal.
Es ahora cuando me he dado cuenta.
De todo lo acontecido.
De la última gota de esperanza que aún asomaba en tus ojos.
Pero se desprendió de tu párpado cual rayo que cae sobre la montaña.
En una milésima, perdí todo lo que había conseguido.
No pude hacer nada para evitarlo, no estaba allí.
Aunque, todos saben lo mucho que pueden llegar a herir las palabras.
De hecho, me considero un experto en ese arte.
Pero, cuando pruebas la misma medicina, entiendes qué es lo que se siente.
Aunque hayas disfrutado haciéndolo.
Aunque ahora te arrepientas de haberlo hecho.
Aunque sepas que no hay vuelta atrás.
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Un momento...  estoy harto.
De que siempre sea la misma historia de siempre.
Que nunca te tengan en cuenta.
Que siempre seas el último en relucir.
Que no sea capaz de expresar lo que en realidad siento.
Y sí, esto puede ser un adios...
Qué cojones, sí, es un adios.
Pues eso, que me arrepiento de lo que hice.
Jamás debí abandonar lo que en realidad apreciaba.
Que sí, sigo apreciándolo, por si no os habíais dado cuenta.
En conclusión, saca tus propias conclusiones.