sábado, 24 de septiembre de 2011

Introducción.

Un llanto desgarrador quebró el silencio de aquella invernal noche en Möhr. Hacía ya mucho tiempo que no nacía nadie en aquellas tierras. Todo el mundo se daba cuenta, pero nadie se preguntaba el porqué.
Esa noche, como todas las demás, Gabrielle, la hija del cónsul de Möhr, volvía de una larga jornada en los campos de recolección, la principal fuente de riqueza del país. Era una chica de dieciséis años, no muy alta, delgada, y con un cabello castaño resplandeciente recogido en una coleta.
Se percató del llanto cuando subía por la calle principal hacia su casa. Venía del palacio. Se acercó a la muralla que rodeaba la infraestructura de seis pisos, que no medía más de dos metros, y la escaló sin reparos. Ya lo había hecho antes, la última vez que nació un bebé,  haría entonces cosa de tres o cuatro años.
Una vez hubo alcanzado la repisa de la muralla, se coló en el palacio dejándose caer detrás de unas cajas de fruta que acababan de descargar los proveedores del reino. Allí, agazapada entre las sombras, pudo observar y escuchar la escena.
-¡¿Pero es que no te das cuenta?! ¡Lo único que vamos a consegir es que lo maten!
Gabrielle escuchaba atentamente, un hombre de unos treinta años llorando, con su mujer al lado tumbada en la camilla donde ponen a las mujeres para dar a luz. La sala era muy extraña, estaba abierta por una parte, pero por la otra estaba techada y daba al interior del palacio, por lo que era relativamente fácil colarse.
Entonces, entre el llanto del hombre y de la mujer, pudo vislumbrar cómo el  niño, agarrado fuertemente por su madre, la miraba fijamente, y con horror, descubrió la marca turquesa de su cuello.
Súbitamente, una oleada de diferentes tonos de color azul invadió a Gabrielle.
Sus últimos segundos de conciencia, le permitieron escuchar el sonido de un montón de gente entrando en tropel a la sala gritando.
Ella no lo sabía, pero aquel niño acababa de darle un giro de 180 grados a su vida.

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